domingo, 11 de diciembre de 2011

Fragmento Élfica.


Fragmento del capítulo 2 de la novela "Élfica", El Reino de Arvand (fantasía épica).


“La experiencia bélica de Nothmund hubo de ir en aumento con bastante más rapidez de lo que todos hubieran deseado. Los numerosos enfrentamientos a los que tuvo de someterse ante los poderosos ejércitos de Arqueros de Sirk Otenarg, se sucedieron prácticamente desde el día de su coronación, aunque nunca llegó a verse frente a frente con el líder elfo. Pese a ello, siempre participó en las duras contiendas, dejando de manifiesto su valía como audaz guerrero e incluso como un excelente estratega. Sirk sabía de esto y consideró la posibilidad de llegar a un acuerdo con aquel impertinente estorbo encarnado en un simple muchacho que ya le estaba causando demasiados contratiempos a un gran veterano.

El joven rey iba a recibir por aquel entonces un importante obsequio. Proveniente de los extensos valles al sur de Arvand y escoltada por dos extrañísimos personajes de piel verdosa, se presentó una hermosa aunque no menos extraña mujer, de interminable cabellera negra, adornada en oro, plata y gemas dignas de un poderoso soberano. Pero lo que más impresionó a Nothmund fueron sus ojos, irreales, la pupila y el iris se fundían en una especie de fluido grisáceo en aparente ebullición, justo en el centro de una profunda laguna negra, negra como la peor de las pesadillas. El rey se frotó sus propios ojos y, algo apabullado, recibió los respetos del singular personaje. Pertenecía a la estirpe de los Hechiceros Negros, saga casi extinguida por el azote de los elfos a lo largo de los siglos. De nombre Menérida, había sobrevivido gracias a un perfeccionamiento exhaustivo de las técnicas arcanas. Y ahora venía a ofrecer su valiosa colaboración al rey, en contra de los elfos y concretamente, de los Otenarg. Nothmund decidió actuar con precaución:
—Menérida... He oído hablar de ti, hechicera. Me consta que hace tiempo atentaste contra la vida de Sirk Otenarg con uno de tus sortilegios... resultando un completo fracaso.
—¡No tanto! —rectificó, algo ofendida—. ¡Ese miserable estuvo a un paso de engrosar las listas del infierno, gracias a mi intervención! ¡Aunque he de reconocer que es fuerte como el mismísimo demonio, maldito sea!
Estaba claro que aquel asunto no era del agrado de la hechicera. Por ello y cambiando rápidamente de tema, dio paso al principal motivo de su presencia allí. Ordenó acercarse a uno de sus escamosos siervos y tomó de sus manos una lujosa envoltura alargada, cuyo contenido deslumbró a todos los presentes. Como muestra de cortesía, le ofreció a Nothmund una refulgente espada. Un regio mandoble, curiosamente forjado por un guerrero elfo. “Curiosamente”, porque estos seres no empuñaban jamás espada alguna para sus enfrentamientos, para así salvaguardar sus antiguas tradiciones de lucha a distancia. Estaban orgullosos de este sistema, el cual formaba parte de su esencia silvana desde hacía siglos.
El rey tomó la espada y la contempló con admiración, para centrarse en un pequeño hueco que se abría en la empuñadura. La hechicera lo sacó de su curiosidad:
—Será esto precisamente lo que le dé un valor incalculable. Esa pequeña cavidad se rellenará con vuestra sangre. Una vez hecho, yo la sellaré y se convertirá para siempre en la Espada Sagrada de los Odárik. Será feroz azote contra el enemigo y defensora de la verdad, nadie de vuestra noble estirpe podrá ser jamás herido con ella.
Totalmente escéptico, Nothmund se dirigió con sorna a sus consejeros, en el intento de encontrar alguna expresión de burla ante tan descabellada historia... No sólo no ocurrió esto, sino que se vio obligado por los viejos sabios a pinchar una mano para verter su sangre en la oquedad de la empuñadura. Después, Menérida la selló, formando una especie de cristal que jamás se quebraría. Pero el verdadero dilema surgió cuando, tras acercarse a uno de los consejeros, le pidió que intentara herir con ella al rey. Aquí sí hubo una colosal algarabía, encabezada por las sonoras carcajadas de Nothmund. Menérida se sintió profundamente molesta. Aprovechando la confusión creada, ella misma empuñó la espada y se acercó al joven monarca que seguía en su feliz mofa en su contra. Por ello, cuando se percató de la situación, ya era demasiado tarde. La hechicera había alzado a duras penas la espada y ya le estaba asestando un poderoso golpe. Él sólo tuvo tiempo de protegerse con sus brazos, momento en que, justo antes de recibir el impacto mortal, una luz cegadora los envolvió a todos, arrojando por los suelos a los insignes sabios. Tras un estruendo ensordecedor, la luz se disipó y el apabullado rey pudo sentir cómo algo caía suavemente sobre su regazo. Al cabo de un rato, se atrevió a levantar la cabeza y fue descubriendo el rostro poco a poco. Se encontró a sus consejeros, todos ellos desperdigados por el suelo, aturdidos por aquella especie de pavoroso relámpago. Y, sobre él, la pesada espada que parecía yacer dócil y sometida ante su amo. Luego, se fijó en Menérida. Era evidente que la hechicera se había llevado la peor parte, de ella salía una ligera humareda, aunque se movía y gimoteaba de dolor.
—¡Hechicera! —gritó Nothmund, alarmado— ¿Estás bien? ¡No entiendo qué pudo ocurrir, no hay una sola nube de tormenta en el cielo!
Menérida entreabrió los ojos y le sonrió al incrédulo soberano:
—No ha sido una tormenta. Fue la espada, que os protegió de un golpe mortal. ¿Me creéis ahora? Su única finalidad es serviros, a favor o en contra de aquello que deseéis. No fue en absoluto gratificante, pero hubiera sido mucho peor si la espada detectase verdadero deseo de mataros. Sólo fue una prueba... aunque bastante dolorosa.
—Y-Yo... ¡Lo siento! —manifestó Nothmund, mientras la ayudaba a incorporarse.
—No os preocupéis por mí. Estoy bien. Y vuestros hombres tampoco tardarán en reponerse, sólo están algo aturdidos. Esta espada es mi regalo, joven Nothmund. Jamás rey alguno tuvo entre sus manos tan magnífico tesoro. Usadlo sabiamente, en contra de esa especie infame, réproba e infernal. Si así lo hacéis, vais a contar igualmente con mi cooperación para el definitivo asentamiento humano en Arvand.
Al darse cuenta del poder de la hechicera, Nothmund no osó volver a contradecirla ni incordiarla, más por temor que por considerarla útil.”

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